lunes, abril 03, 2006

El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese

Me referiré al Jesús de la película de Scorsese, es decir, ni exactamente al Jesús del libro de Niko Kazantzakis La última tentación de Cristo en el que se basa, ni necesariamente a la imagen de Cristo personal de Scorsese. Asumo otra regla interpretativa: la intención de Scorsese no es catequética, como tampoco lo ha sido la de Kazantzakis, sino artística. Es legítimo recrear la vida de Cristo, también los artistas deben hacerlo. Aunque en este caso hay que advertir desfiguraciones teológicas menores y mayores. Además de los reparos que se señalarán en adelante, resulta odioso, por ejemplo, que Pedro aparezca como un pelele y la Virgen como una más entre las madres posesivas.

La intención de este artículo es presentar y juzgar teológicamente el film. Al hacerlo, en un primer momento, me detengo en el Jesús de la Iglesia con el objeto de ofrecer a los lectores un marco fundamental de juicio que les permita discernir en esta película u otras realizaciones artísticas parecidas el valor teológico de cada una de ellas. A nadie pido que vea el film, pero si se interesa por él espero ayudarle a comprenderlo críticamente.

El Jesús de la Iglesia

¿Qué enseña la Iglesia sobre la identidad y sobre la humanidad de Cristo? ¿Cuál es su doctrina acerca de la psicología humana del Hijo de Dios? En la teología cristiana hay fundamentalmente dos modos de concebir a Jesucristo: para la tradición alejandrina, Jesús es un Dios humano; para la tradición antioquena Jesús es un hombre divino. Ambos enfoques son legítimos en la medida que conceden a Jesús enteramente, y no en parte, la divinidad y la humanidad. La tradición alejandrina subraya que la salvación es posible en cuanto la actuación humana de Jesús refleja el querer y el poder de Dios. La tradición antioquena, en cambio, enfatiza que Dios ha podido la salvación con la actuación y la libertad humana auténtica de Jesús. La postura antioquena cae en la herejía “nestoriana” cuando hace pensar que la unidad de Cristo proviene de la concurrencia en Él de dos sujetos, el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret, y especialmente cuando por hacer a Cristo más parecido a nosotros le concede la posibilidad de pecar. La postura alejandrina, por su parte, se transforma en herejía “monofisita” cuando al privilegiar la unidad del Hijo de Dios hecho hombre menoscaba en algún sentido su humanidad, en particular su adhesión libre a la voluntad de su Padre.
La regla de oro en la concepción de Jesucristo consiste en creer que el Hijo de Dios es igual a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4,15). La dificultad, empero, crece en la medida que se busca aclarar cómo se articula en Él su conocimiento y libertad humanas con su conocimiento y libertad divinas. Contra quienes sostenían que en Jesucristo sólo hay un actividad y una voluntad divinas, las del Hijo de Dios, pues de esta manera se pensaba preservar la imposibilidad en Él del pecado, la Iglesia definió que en Jesús hay también una actividad y voluntad humanas, sujetas perfectamente a la actuación y al querer de Dios. En otras palabras, en su existencia terrena, “kenótica”, limitada y no “gloriosa”, Jesús comparte nuestra historicidad. Es decir, que las limitaciones de espacio y tiempo afectan realmente y no en apariencia el desempeño de su libertad y, por extensión, su conocimiento (Mc 13,32 y Mt 26,36-46). Pero no es necesario otorgar pecado a Jesús para hacerlo más humano, porque lo que se ha revelado en Cristo es precisamente que el pecado no forma parte de nuestra naturaleza, sino que es el principio exacto de su corrupción. “Por nosotros”, Jesús ha sido “uno con nosotros” incluso en el pecado, pero sufriéndolo, jamás causándolo.

Por su unión perfecta con su Padre Jesús se supo humanamente el Hijo de Dios, llegó a conocer sin error su misión, gozó de una sabiduría y bondad incomparables y fue inocente, careció por completo de pecado. Sin embargo, Jesús experimentó la tentación (Hb 4,15; Mt 4,1-11; Mc 8,31-33). No una tentación como la nuestra teñida de concupiscencia, este efecto del pecado que mueve a pecar de nuevo. Jesús experimentó la angustia de tener que elegir entre un bien verdadero y otro aparente. Si es posible registrar una última tentación de Cristo, la Escritura afirma que ésta tuvo lugar en Getsemaní y que Jesús la venció diciendo a su Padre: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Jesús no pecó, pero ¿pudo hacerlo? De ninguna manera: Jesús vivió absorto en la misión de su Padre, la liberación amorosa de la humanidad del pecado y de la muerte.

De la sexualidad de Jesús poco nos habla la Escritura. Sabemos que fue célibe por consagrarse enteramente al advenimiento del Reino. Si aplicamos los principios explicados anteriormente al campo de su sexualidad, podemos imaginar que en el caso de Jesús su integración psicológica y afectiva ha sido lograda en plenitud. Jesús no sólo fue hombre, fue más hombre que cualquiera. ¿Tuvo una sexualidad como la nuestra? Por supuesto. Pero la ejerció de un modo radical y bastante distinto a como lo hacemos nosotros. Para amar a todos personal y radicalmente, Jesús eligió no hacer nido en parte alguna. “El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”, decía de sí mismo, no porque le tuviera miedo al sexo o el sexo le pareciera pecado, sino porque su entrega a los demás no podía sino ser total. Jesús no pecó, pero tampoco pudo entrar en relaciones sentimentales que menoscabaran su pasión por rescatar a la humanidad del egocentrismo y la egolatría.

La vida como misterio de Dios

A la luz del Jesús de la Iglesia, analicemos ahora la película. El escenario de ésta es teológico. El film se abre con Jesús colaborando con los romanos en la crucifixión de los galileos y se cierra con su propia crucifixión. Entre el Jesús obligado a crucificar a los suyos y el Mesías que se somete a su Padre en su propia cruz, se da en Él mismo todo un proceso de conversión a Dios, una lucha agónica por alcanzarlo.

Para Kazantzakis la vida es una lucha entre la carne y el espíritu, lo natural y lo sobrenatural, esta vida y el cielo, el Demonio y Dios. El hombre, el hombre Jesús en especial, es el campo de batalla. No existe tregua ni neutralidad: Jesús es llamado incesantemente a cumplir la voluntad salvífica de Dios contra los engaños del Tentador. El designio de Dios se impondrá de un modo inexorable, pero no contra la libertad humana, sino queriendo humanamente la redención.

La salvación consiste en trascender de este mundo al de Dios. Da la impresión que Kazantzakis desprecia la carne lisa y llanamente como un gnóstico vulgar. Este mundo, la carne, el mero hecho de ser humano, es ocasión de tentación. Jesús procura la salvación del alma, no la del cuerpo ni de las estructuras sociales. El Demonio arguye alabando la bondad de todas las cosas, la posibilidad de una familia, incluso la bondad de Dios. Pero este desprecio del mundo no es tampoco absoluto. En el huerto alaba a su Padre por ambos mundos. Dios, sin embargo, lo llama a renunciar al terreno, a rehusar a sus más legítimas inclinaciones naturales, para abocarse exclusivamente a la salvación de la humanidad.

Dios Padre es trascendente, pero patético. Cruel, si no fuera porque efectivamente quiere la salvación de la humanidad. No se comunica como lo hacen los hombres. Mientras el Demonio habla a Jesús con una claridad cartesiana, Dios le explica las cosas de a poco, con voces extrañas y sombras, sin suprimir en Él la necesidad de discernir la verdad de la mentira. En la película no existen las “teofanías” del Nuevo Testamento (bautismo y transfiguración). Dios y su intención redentora por la vía de la cruz, son un misterio inescrutable y opaco. Dios es un misterio, el hombre es un misterio. La identidad de los principales personajes de este drama está por ser develada, resuelta en su ambigüedad divino/satánica: “¿Quién eres?”, se preguntan unos a otros.

El Jesús de la película

El Jesús de esta película es tan humano que no parece que sea divino. Pero, por otra parte, está tan absorto en el querer de su Padre que lo percibimos distinto de sus contemporáneos, en conexión mística continua con la presencia o la ausencia de Dios.

Esta interpretación de Cristo pertenece a la tradición del hombre divino. ¿Concede a Jesús identidad divina? No la niega. Todo el énfasis teológico está puesto en la cruz y no en la Encarnación. Pero si no afirma explícitamente la divinidad de Jesús, hay varios episodios que parecen suponerla: Jesús obra milagros fabulosos como la resurrección de Lázaro, utiliza el pronombre “yo” como sólo Yahvé hizo en el Antiguo Testamento, cuando lo interrogan por Dios en el Templo dice: “Yo estoy aquí”. Y en una escena bastante torpe se saca y ofrece el corazón, como el Cristo de la devoción moderna.

En este Jesús impresiona la tenacidad de un hombre timorato por cumplir la voluntad de Dios. Experimenta el miedo, la confusión, la ignorancia, el error y la duda sobre cosas no menores, sino sobre su identidad, sobre Dios y sobre su misión. ¿Es posible admitir tanta carencia? La cruz lo estremece, no entiende por qué Dios se la pide a Él, por qué lo persigue. Tampoco comprende cómo ella operará la salvación y, sin embargo, existe en Jesús una convicción profunda de que Dios ha hecho depender de la cruz su suerte y la de la humanidad. Hay en Él un conocimiento incondicionado de su Padre, “Dios me ama, sé que me ama”, que el dolor insoportable de la cruz no logra anular, sino que pervive a las pruebas, jalándolo desde el futuro de un cielo prometido pero todavía ignoto y oscuro.

Aunque llama la atención por su extraordinaria bondad, Jesús se considera a sí mismo un pecador. Al comienzo hace cruces para crucificar a su propia gente. ¿Por qué? Ni Él mismo lo sabe bien: ¿para desviar su misión de mesías en otros?, ¿para ganarse el odio (¿el amor?) de Dios? La cruz se ha apoderado de su conciencia, pero aún no logra discernir cómo ha de habérsela con ella. Reconoce no decir la verdad, su hipocresía, su orgullo por no consentir a las tentaciones sexuales. Todo se resume en el miedo: “Mi dios es el miedo”. Pero es conmovedor contemplar a un hombre miedoso y débil luchar y vencer el miedo por alcanzar a un Dios que está más allá del miedo.

En suma, si Kazantzakis no descarta la divinidad de Jesús y, por otra parte, le otorga pecado, su Cristo es una rareza: ¿cómo podría el Salvador salvarnos si Él mismo necesita salvación?

La salvación por la cruz

Toda la salvación se concentra en la cruz. La cruz domina absolutamente la vida de Jesús y, mediante Jesús, obliga a determinarse a todos los que lo rodean. Tan acentuada está su importancia, que la vida de Jesús y la vida humana en general parecen absurdas. La cruz es un misterio en sentido estricto: irracional porque enfatiza la ausencia de razón para el sufrimiento y salvífica porque querida.

Su muerte es tres veces querida: por su Padre, por Jesús y por las autoridades de su tiempo coludidas con la chusma y asistida por Judas. Jesús querrá como un pobre hombre, dramáticamente tentado, lo mismo que su Padre: la salvación de la humanidad. Sin embargo, los responsables históricos inmediatos de la condena de Jesús son los defraudados del “mundo de Dios” (el reinado de Dios) que Él ofrece universalmente, a condición de trascender de este mundo tentador.

En un escenario histórico y teológico no neutral, disputado palmo a palmo entre Dios y el Demonio, la cruz de Jesús es consecuencia de su predicación del “mundo de Dios” que se cumple de tres modos. Al principio Jesús anuncia el amor y la misericordia de Dios; luego toma del Bautista el “hacha” que representa el juicio de Dios al mundo endemoniado (presente en los enfermos, los ricos y el Templo); por último, le es revelado en sueños y mediante los estigmas de la cruz que ni la acción benéfica en favor de la humanidad ni la acción beligerante contra el pecado bastan, pues el auténtico Mesías es el Siervo Sufriente de Isaías, el Cordero, que erradica el mal del mundo y trae el perdón, porque carga con el sufrimiento hasta la muerte.

La actuación de Judas es desfigurada de un modo genial. Ella se ubica en el plano de la Providencia. Al principio, Judas aparece como el zelota que intenta persuadir a Jesús con la rebelión violenta contra Roma. Judas es fuerte, Jesús es débil. Pero Jesús no cede a Judas y Judas sí cede a Jesús. Judas, discípulo de Jesús, jura asesinarlo si éste se desvía del mesianismo que él tiene en mente (“te seguiré hasta que entienda”). Cuando se hace manifiesto que el mesianismo de Jesús es el del Siervo sufriente, Jesús cobra a Judas la palabra. Así como Jesús jamás habría podido traicionar a su Padre, Judas no podrá traicionar la palabra dada a su Maestro: lo traiciona entregándolo a sus asesinos y quiere también él la muerte redentora del mesías.

La cruz sería del todo insensata, sin embargo, en el caso que no hubiera resurrección. Poco se dice de la resurrección. Pero se la insinúa. Se dice que lo primero es el dolor hasta la sangre, y luego será el cielo. Dentro del delirio de la “última tentación” Jesús combatirá a un San Pablo que proclama la resurrección de Jesús sin tener cuenta de las penalidades de su vida. Crucificado, Jesús dirá a su Padre: “Quiero morir y resucitar” .
Aunque la cruz es resultado de decisiones libres, ella se impone a los protagonistas con la necesidad de una tragedia que excluye cualquier otra posibilidad.

La última tentación

En el momento “crucial” Jesús no peca. Crucificado, este Jesús tal vez no habría podido zafarse y volverse a su casa, pero sí maldecir a su Padre por la cruz y abdicar interiormente de ser el Cristo.

La última tentación llega en el momento más importante, cuando Jesús sufre la debilidad al máximo. Pero esta última tentación supone las primeras, toda una vida bajo tentación. María Magdalena lo tentó con un amor matrimonial que culminaría una amistad de niñez. Jesús optó por Dios. Lo mismo sucede con María de Betania. María su madre lo tentó como buena madre a que volviera con ella. “No tengo familia”, le dice. “Mi Padre está en los cielos”. En otros momentos Jesús pedirá perdón a la Magdalena y a su Madre por no poder consentir a deseos tan naturales. Pide perdón por pecados que no parecen tales. Se culpa a sí mismo y exculpa a Dios. Las tentaciones del Demonio en el desierto (familia, poder, divinidad) desembocan en la última. El Demonio había prometido volver. A los pies de la cruz, haciéndose pasar por “el ángel de la guarda”, una niña luminosa y dulce que habla por Dios, que aclara sus dudas y le allana el camino, lo invita a descender. Le miente con la Escritura, le recuerda que Dios libró a Isaac de las manos de Abraham, su padre, para hacer creer a Jesús que ya ha sufrido bastante, que Dios no quiere que Él sea el Mesías, que no hay necesidad de sacrificio: “Dios te dio la vida”.

En justicia con la película, es imperativo distinguir en este momento la representación de la tentación de su aceptación o rechazo. La conciencia de Jesús se despliega justo cuando está a punto de comportarse como el Mesías y el Hijo, y el Demonio penetra en ella para hacerlo fracasar. El Demonio cuenta a Jesús una historia, la que efectivamente repercute en su interior engañándolo y confundiéndolo una vez más. Le hace contemplar la belleza de la creación. Le hace asistir a su propio matrimonio con María Magdalena. Una escena sexual provoca los sentimientos de los espectadores cristianos, constituyendo el principal motivo de escándalo del film. El delirio se ha apoderado de la mente de Jesús. Pero no parece que, sea el caso de su unión con la Magdalena, con Marta y con su hermana María, y de los hijos que decoran al Jesús que envejece con tranquilidad, consista directamente en una tentación sexual grotesca, sino en que Jesús deje su misión de Mesías por una vida “natural”, apacible y normal.

Entonces irrumpe en la conciencia de Jesús su historia más auténtica, sus discípulos y Judas. Judas que ha cumplido su parte exige que Jesús cumpla la suya. Pide cuentas: “Tu lugar es la cruz” , “me rompiste el corazón”, “¿por qué no te crucificaron?”. Jesús señala al ángel. Judas revela a Jesús que la verdadera identidad del ángel es la del Demonio. De aquí en adelante Jesús emerge a la realidad con una oración estremecedora: “Padre, ¿me escuchas? ¿estás allí? ¿escuchas a tu hijo egoísta e infiel? Me resistí cuando llamaste. Creí saber más. No quise ser tu hijo. Perdón. Luché sin suficiente fuerza. Padre... dame tu mano. ¡Quiero traer la salvación! ¡Perdóname! ¡Da un festín! ¡Recíbeme! ¡Quiero ser tu hijo! ¡Quiero pagar el precio! ¡Quiero ser crucificado y resucitar! ¡Quiero ser el Mesías!”

Jesús no consiente a la última tentación. Con alivio extraordinario, dice sonriendo de alegría: “Se ha cumplido”, y muere.

El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese ha sido clasificada por los expertos entre los films “escándalo”. Que esta interpretación de Cristo se aparte de la letra los textos revelados no constituye el problema principal. También los místicos meten en sus contemplaciones historias de su propia cosecha. También Jesús Christ Super Star y el Jesús proletario de Pasolini son interpretación, no copia literal de los Evangelios, y no por ello dejan de estremecernos e incluso de estimular nuestra fe en Cristo. No hay que excluir que la historia del Jesús de la película que analizamos despierte en el espectador atento, además de indignación, sentimientos de piedad humana y religiosa. Que la película enfatice la tentabilidad de Jesús a lo largo de toda su vida es su mérito. Lo hace muy parecido a nosotros. Pero, para enseñarnos que Él es el Salvador no basta con que haya vencido la última y todas las tentaciones preliminares, sino que su tentación no se contamine como la nuestra con el pecado o la concupiscencia, porque el Salvador es inocente en todo y no a medias.

Publicado en Jorge Costadoat S.J., Cristo para el cuarto milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

1 Comments:

Anonymous Rodrigo said...

Gran artículo. "Que la película enfatice la tentabilidad de Jesús es su mérito". Concuerdo plenamente. No he visto otra cinta que muestre a un Cristo tan humano. Personalmente, no he querido atribuir algún calificativo a la escena del corazón. Descoloca, pero quizás Scorsese quiso decirnos algo más. Un gran abrazo y felicitaciones por sus líneas.

1:25 p. m.  

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