lunes, abril 03, 2006

El seguimiento comunitario del Señor

Desde los comienzos del cristianismo, el seguimiento de Cristo como Señor tuvo un carácter comunitario. Hoy que arrecia el individualismo, la confesión de Jesús como “Señor” tiene sentido en la medida que nos recuerda que su señorío consiste en su servicio humilde y que, siendo él “Señor” de la comunidad, esta se constituye a través de una experiencia personal suya y una disposición misionera a anunciar a otros la comunión en Cristo vivida en la Iglesia.

El seguimiento de Cristo es personal. Pero no podemos olvidar que también es ineludiblemente comunitario
[1]. La Iglesia remonta en el tiempo al grupo de discípulos que Jesús llamó tras de sí. El Señor convocó una primera comunidad. Esperó, por cierto, de cada uno de sus seguidores una respuesta personal. Pero fue al grupo entero al que le hizo compartir su misión de anunciar el Reino.

Los tiempos cambian. Lo fundamental, sin embargo, nos vuelve a orientar. Las comunidades cristianas, las familias de vida religiosa en particular, han de encontrar en una experiencia del Señor el motivo de su razón de ser. Muchos son los carismas. El cristianismo admite un sinfín de versiones comunitarias. Pero para que una comunidad sea cristiana o “más cristiana” ha de tener a Cristo como centro de su vida. Si la vida religiosa se encuentra alicaída, solo a través de una experiencia en común del Señor puede recuperar su vigor.

Me referiré, en consecuencia, al problema del seguimiento comunitario hoy, para luego ofrecer unas pistas cristológicas que puedan facilitarlo.

Contexto de la vida comunitaria y eclesial

¿Está desmotivado el seguimiento comunitario de Cristo? Hay movimientos nuevos en los que parece que el espíritu comunitario sopla con fuerza. Pero en otros, en cambio, entre las comunidades religiosas en especial, el fervor a veces se apaga y requiere de esfuerzos para avivarlo.

Vistas las cosas en una perspectiva más amplia, hay que decirlo aunque duela, en la Iglesia latinoamericana no parece predominar el entusiasmo comunitario que animó al Pueblo de Dios los años siguientes al Concilio Vaticano II. Estamos lejos de Puebla. Más lejos aún de Medellín. La experiencia de Santo Domingo ha sido decepcionante. Aparecida nos devuelve la esperanza, pero este evento aún no se traduce en los cambios eclesiales estructurales que se están requiriendo.

No es posible obviar la situación eclesial para centrarse a analizar la vida comunitaria por separado, porque el valor de esta depende de su vínculo católico y este, se dice, hace cortocircuito. Si la vida comunitaria pudiera subsistir al margen de la Iglesia institucional todo sería más fácil. Pero ella necesita la orientación de los pastores y la confirmación de su propio carisma y, por tanto, la desinteligencia con la jerarquía la desgasta y desalienta.

¿Habrá que esperar, en consecuencia, un cambio “desde arriba”? Sí, pero no será suficiente. Esperarlo todo de cambios estructurales constituye una tentación. El Espíritu actúa a través de la institución, pero no solo y puede incluso hacerlo en su contra. La vida comunitaria, la vida religiosa, tiene una fuerza carismática y profética irreductible a la institucionalización, porque su vocación es evangélica hacia fuera, pero también hacia dentro de la Iglesia. La vida religiosa en particular no puede esperar ser motivada “desde arriba”. Su seguimiento comunitario del Señor espera ser reconocido por los pastores, pero no puede echar a ellos la culpa de su propio debilitamiento porque su vocación más propia es dar testimonio del Evangelio y el Evangelio prevalece por sí mismo.

Miradas las cosas en el contexto todavía más amplio de un mundo en cambio acelerado, en el que predomina la subjetivización con tendencia a la privatización de la vida y al pluralismo religioso
[2], parece explicable que la institución eclesiástica tire a lo contrario. Parecerá razonable que quiera asegurar la unidad uniformando la comunidad y perjudicando la diversidad carismática. Esta es la tensión. Cada uno de nosotros experimenta el influjo del individualismo ambiental y de la sectarización de las comunidades. No son los pastores los que ejercen esta presión. También los religiosos quieren funcionar con su teléfono, su computador, sus horarios y su oratorio. Entre las mismas las comunidades o movimientos se da una fragmentación, un “capillismo”, e incluso una competencia muy preocupante.

Es en este contexto, el amplio mundo de hoy individualista y fragmentado en el que la Iglesia debe anunciar que a Jesucristo se lo encuentra allí donde dos o más se reúnen en su nombre. Si la motivación “desde arriba” es insuficiente, tampoco lo es la motivación “desde abajo” cuando esta conduce al encierro y la autojustificación. La misión de la Iglesia en el mundo actual, la de cada una de sus comunidades, es ser en Cristo sacramento, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (Lumen Gentium 1).

El “Señor” es el “siervo”

El reconocimiento de Jesús como “Señor” tiene en el Nuevo Testamento un alcance cósmico. A través suyo Dios “nos libró del poder de las tinieblas” (Col 1,13). El “Señor” es el Hijo, el Primogénito en quien “fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades” (Col 1, 16) que, como Primogénito de entre los muertos, es constituido “primero en todo” (Col 1, 18). En lo inmediato, “Señor” designa también al Cristo resucitado que guía y sostiene a las comunidades cristianas reunidas para celebrar la eucaristía (cf., 1 Cor 10, 22). Aquel que estaba en el principio y después de resucitado tiene poder sobre el mundo, “es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia” (Col 1, 18). Y la misión de la Iglesia es revelar a las naciones el señorío de Jesucristo
[3].

Ahora bien, ya que el Evangelio nos enseña que Jesús ha sido sacerdote, maestro, profeta, mesías de un modo distinto a como se lo entendía normalmente, hay que cuidar de no pensar que Cristo es “Señor” como los “señores” de la tierra porque, en el uso de este término, podríamos entender exactamente lo contrario. Si los “señores” del mundo mandan, fuerzan, oprimen a subordinados y se disputan entre ellos el poder de hacerlo, Jesús es señor en cuanto “siervo”. Jesús ha sido constituido Señor, ha sido dotado de poder, una vez que, a diferencia de Adán, se ha hecho siervo, se ha abajado y ha servido a la voluntad de Dios hasta la cruz (cf. Fil 2, 6-11). No es que ahora domine como antes no pudo hacerlo, sino que su modo de predominar amorosamente sobre los demás, con su resurrección de entre los muertos, ha adquirido un valor eterno y una eficacia universal. Aquello que en definitiva importa, dice San Pablo, es que nos persuadamos del “amor, de toda comunión en el Espíritu, de toda entrañable compasión… siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor, un mismo espíritu, unos mismos sentimientos”. E insiste: “nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés sino el de los demás” (Fil 2, 1-4).

Todo al revés. Si en el mundo el siervo se somete al señor, para la carta a los Filipenses el Señor es el siervo obediente a la voluntad de Dios. Este himno nos recuerda las palabras de Jesús: “el hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir, y dar su vida como rescate por muchos” (Mc 10, 45). En el futuro, el reconocimiento de Cristo como Señor hará de los cristianos “señores” sobre señores de la tierra y “siervos” al servicio de los siervos humildes u oprimidos.

El reconocimiento de Cristo como Señor refiere a su condición de resucitado, pero es perfectamente coherente con la predicación de Jesús antes de la Pascua. El anuncio del reinado de Dios alude directamente al señorío de Dios sobre Israel. El proyecto de Jesús consiste ni más ni menos en que su pueblo crea que Dios es el único Señor. Jesús exige fe a sus oyentes y discípulos, la fe que él tiene como nadie, en que Dios es un Padre que, podríamos decir, libera a los “siervos” y perdona a los “señores”. El reino de Dios es buena noticia porque subvierte las sociedades jerárquicas como la del Israel de la época, comunidades humanas en las que las separaciones estamentales son mistificadas para asegurar los privilegios de unos sobre otros. Jesús rechaza el plan de los hijos de Zebedeo de ubicarse en la cúspide del poder (cf. Mc 10, 35-40). Pero este plan ha sido reeditado. La ambigüedad del mesianismo ha sido a lo largo de la historia ocasión para apresurar el triunfo del cristianismo. Desde un comienzo la bondad inaudita de Dios a favor de inocentes y pecadores debió parecer tan impracticable, inútil incluso, que la invocación de Jesús como “Señor” pudo ser mucho más sensata como un reclamo de poder para cambiar las cosas con favores y política.

Jesús ha visto el mundo al revés porque internamente ha experimentado otro mundo. El reinado de Dios que predicó tuvo la raíz en su corazón. La experiencia espiritual de Jesús, por las referencias que él nos dejó y que registraron sus discípulos, es la de un judío que creyó que Dios era su Padre. Jesús entendió que el “Señor” lo amaba a él, su “siervo”, con tal amor que lo igualaba a sí mismo en dignidad. Jesús aprendió que servir a Dios con el amor con que el Padre lo amaba, le exigía reivindicar a los pobres y redimir a los pecadores. Podemos así imaginar que la inversión de los roles de “siervo” y “señor” que él ejecuta proviene ulteriormente de saberse Hijo, experiencia fundante que le impulsa a proclamar un mundo fraterno y, por tanto, amenazante para la sociedad israelita discriminatoria y para la Roma imperial.

Los estudios bíblicos aportan un dato importante. Jesús no se llamó a sí mismo “Hijo de Dios”
[4]. No quiso distinguirse de los demás por una especie de privilegio divino. Fue la comunidad cristiana naciente la que llamó a Jesús “Hijo”. Lo hicieron para salvaguardar una salvación que ellos experimentaron como hijos e hijas de Dios, hermanos unos con otros, en razón del mismo Padre al que Jesús les había enseñado a referirse como “Padre nuestro”[5].

Por el contrario, la experiencia del “hijo” se opone a la de quien obedece a Dios por miedo a su castigo. “Siervo”, en este sentido, es el esclavo, el dominado por un “señor” que sojuzga su libertad y pisotea su dignidad. Pero el amor de Dios libera por una parte a los hijos de Dios de la esclavitud al pecado (cf. Gal 5, 1ss) y por otra excluye el temor que induce al pecado (cf. 1 Jn 4, 18).

Entonces, si el reinado de Dios que Jesús inaugura se opone al mal que aterra a la humanidad desde sus orígenes, pensemos en la miseria, la humillación, la opresión extranjera, las enfermedades y tantas otras laceraciones sufridas por los israelitas, males todos estos que a lo largo de la historia llevan a los hombres a asegurarse contra ellos sometiéndose unos a otros, el reinado de Dios triunfa allí donde la confianza total en Él exige precisamente renunciar a estas seguridades. El dinero, el poder, el prestigio se convierten en ídolos pues, al generar sociedades y sectas en las que los poderosos predominan sobre los débiles, son incompatibles con el mundo que Jesús quiso en nombre del único Dios verdadero, el Dios del amor. El Hijo y sus hermanos no necesitan nada más que la fe en su Padre, les basta creer que los ama y que los rescatará de todo mal. La fe de Jesús sustenta la esperanza de un mundo al revés, a partir de comunidades que creen en la fraternidad.

Jesús representa a Israel. Israel no pudo cumplir con la Alianza. Lo venció el miedo. Se hizo esclavo de los ídolos, de seguridades que no pueden salvar. Jesús, en cambio, sí ha cumplido lo único que Dios pide, a saber, creer en Él según la formula del pacto que reza: “Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios” (Ex 6, 7). Desde entonces, mediante la obediencia de Jesús, Dios dice a toda la humanidad: "Yo seré para ustedes padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas" (2 Cor 6, 18).

El seguimiento comunitario

El seguimiento de Cristo es comunitario. Jesús es Israel que por fin cree que Dios lo ama: no lo abandonará aunque todo indique lo contrario. La relación que el Señor estableció con su pueblo, Cristo la restaura como Hijo que confía en su Padre y que obedece su voluntad -por un amor que él recibe y que multiplica sin medida- hasta la cruz. Por esto a los hermanos de la primera generación de cristianos habría sido inconcebible que en nuestro siglo alguien pudiera imaginar un cristianismo sin comunidad o Iglesia.

Es preciso recordar, sin embargo, que además de la eclesial hay otras dos dimensiones que el seguimiento comunitario de Cristo facilita por una parte y, por otra, requiere. Estas son, una experiencia personal de Dios y una disposición misionera
[6]. La dimensión eclesial hace de bisagra entre ambas.

Experiencia personal

Todo bautizado está llamado a repetir la experiencia espiritual que Jesús tuvo de Dios con la creatividad que el Espíritu suscita en cada uno. La vida comunitaria, esta que necesita ser motivada, solo puede ser fruto de personas. Y “persona”, en cristiano, es un hijo o una hija de Dios llamada a relacionarse con el Padre a través de vínculos fraternales. Es persona alguien como el Hijo que se sabe tan seguro en Dios que a Dios ríe y llora, que ante Dios juega y desarrolla su inventiva, con suma libertad, sin temor a probar y a equivocarse. El concepto de persona acuñado a lo largo de la historia cristiana ha admitido contenidos cambiantes. Hoy el concepto se ha desbalanceado del lado del individuo, pero con perjuicio de la comunidad
[7]. Es persona alguien individualmente considerado, un sujeto que reclama a la comunidad sus derechos pero se desentiende de los deberes que esta le impone. La persona entendida cristianamente, en cambio, incorpora la idea paulina de la libertad de los hijos de Dios necesaria para constituir aquella comunidad sin la cual la misma libertad no sería posible (cf. Gal 5, 1-25). Nuestras comunidades del siglo XXI, en consecuencia, tendrían que dejar espacio para que cada uno sea en ellas persona, es decir, alguien absolutamente único, con una historia irrepetible y que merece el respeto de un “señor” porque Dios lo ha elevado a su propia condición para amarlo como se ama a un hijo en su singularidad. Y, por otra parte, a contracorriente de esta época, la persona” debiera contribuir a la formación de la comunidad, poniéndose a su servicio como lo hace un “siervo”. Por ser persona, el cristiano está atento a las necesidades de amigos y compañeros para ayudarles a cumplir con una vocación y una misión que solo puede alcanzarse en común, cargando unos con otros.

Ninguna comunidad cristiana debiera consistir en una especie de “alianza estratégica”, de “membresía”, de “internado” o de cualquier tipo de asociación en la que los sujetos, en vez que como personas, cuentan como números, técnicos, estrategas, meros colaboradores y, menos aún, como funcionarios eclesiásticos que reproducen las exigencias de la eficacia pastoral mediante una organización piramidal. El “hijo de Dios”, en cuanto persona, es al mismo tiempo “señor” y “siervo”. En su virtud, los cristianos consideran a los demás unas veces como “señores” (a los que por amor sirven) y otras como “siervos” (de los que reciben un servicio por amor).

La analogía de la filiación y de la fraternidad, por último, ofrece otra interpretación del señorío de Cristo, útil para pensar la división y la discordia humana. La fraternidad no excluye el conflicto, pero facilita la reconciliación. Los innumerables males que el reinado de Dios conjura, la vida cristiana no los tiene delante de sí sin llevarlos también dentro de sí. La única fuga mundi que de veras importa, es la fuga del propio pecado, y la Iglesia, y cada una de sus comunidades, son en este sentido tan mundanas como cualquier agrupación humana. Así las cosas, la necesidad de reconciliación que las comunidades cristianas tienen dentro de ellas mismas, encuentra en esta metáfora “familiar” un caso en que, por una parte, la base histórica para superar las desavenencias es inmejorable, porque la historia de peleas y arreglos en la familia consolida la relación y, por otra, porque la referencia a unos padres comunes augura una unidad que, al menos como esperanza, es irrenunciable. La humildad para perdonarse y para pedirse perdón que entre parientes cercanos se requiere, impide que nadie domine sobre los demás.

Disposición misionera

La comunidad cristiana tiene una misión en el mundo: promover la fe en el Padre de Jesús y en él como Señor de un mundo de hermanos que, al compartir el mismo linaje, se sirven unos a otros por amor. La comunidad favorece la fe en Dios cuando ella se organiza en base a “personas”, porque de este modo anuncia a otros que Dios quiere y puede la fraternidad y la reconciliación universal, la unión y la comunión con todos. A su vez las personas llegan a ser tales cuando replican, en virtud del Espíritu, la experiencia de fe de Jesús, el Hijo y el Señor, que está entre los suyos como el que sirve (cf., Lc 22, 27).

Hoy, como se ha indicado más arriba, esta misión la cumple la comunidad en un contexto preciso. Por una parte copa el ambiente un amplio pluralismo religioso que, estimulado por el paradigma mercantil predominante, nos hace creer que todas las religiones son iguales y, por el contrario, que lo único que no tiene derechos es la intolerancia a los otros credos y tradiciones culturales. Pero también es parte del contexto, como reacción a lo anterior y a otros males epocales, la tentación a convertirnos en secta, a apoderarnos de la verdad y a condenar todo otro credo y al mundo por entero.

Aunque estas tendencias apuntan en direcciones opuestas, en lo tocante a la misión de la comunidad cristiana se asemejan porque ambas entienden que la misión es hacia adentro y no hacia fuera. En realidad, a ambas les preocupa más perder la identidad que la misión propiamente tal. Para la comunidad cristiana tolerante, si cualquier religiosidad salva, la misión no tiene más sentido que el de la “automotivación”. Predicar a los gentiles, además de inútil, parecerá irrespetuoso. En este caso la vida comunitaria se transforma en un esfuerzo permanente por reencontrar los motivos para estar juntos. Se dirá: “allá ellos con su manera de arreglárselas con Dios”. Y “ellos” serán los ateos, porque basta que amen; los creyentes a su manera, porque todos los caminos conducen a Dios; o los pastores, porque son “ellos los que se fueron de la Iglesia”. Se dirá también: “nuestra comunidad reúne a los que creemos lo mismo”. Pero, ¿se trata de que todos crean lo mismo? ¿no es siempre única la relación personal con Dios? Una comunidad cristiana no puede ser una suma de individualidades en busca de una identidad colectiva. La comunión es comunicación entre personas distintas, personas que recuperan su identidad después de arriesgarla en el encuentro entre ellas. Por esta vía el misionero cristiano evangeliza el mundo cuando comparte con él su propia humanidad
[8].

La tolerancia vulgar -este “darnos lo mismo” la diferencia de los demás-, llega a una solución similar a la de la intolerancia sectaria. La secta cree que tiene la verdad y que los demás están equivocados. El mundo exterior le resulta peligroso, contaminado y contaminante. Incursionar en él, dialogar con él, carece de sentido: “el error no tiene derechos”. La misión solo se justifica como reclutamiento de individuos que en la secta, y solamente en ella, encuentran la salvación. En la secta tampoco hay personas, sino individuos cuya experiencia de Dios solo es reconocida cuando se atienen exactamente a la doctrina, a los ritos y a las normas que garantizan una identidad pura e indiscutida. Entre una comunidad tolerante y la secta, eso sí, hay una diferencia importante. Si en la comunidad tolerante a ultranza la autoridad no manda, pues en ella la libertad de los sujetos constituye el máximo valor, en la secta el jefe domina las conciencias y las uniforma por la vía del temor.

Cabe entonces preguntarse qué salva a las comunidades cristianas de caer en uno u otro error. Pienso que la Iglesia. La única que puede realmente emprender una misión al mundo es la gran Iglesia, la Iglesia verdaderamente católica, plural en personas y comunidades. A semejanza de las personas que dejan de ser meros individuos cuando existe entre ellos una implicación mutua y una responsabilidad recíproca, las comunidades cristianas se constituyen como tales en la medida que se relacionan fraternamente entre ellas, que se saben arraigadas en el mundo real y que acogen el aporte del mundo como condición indispensable para anunciarle, como Iglesia, el Evangelio. La apertura eclesial de las comunidades a un mundo creado y redimido por el Logos encarnado, la salva de la tentación de convertirse en una “Mega-secta” (en la que, por ejemplo, el Papa pudiera someter a las conferencias episcopales regionales) o en una “Mega-carpa” que alberga todo tipo de creencias (en la que la autoridad episcopal procurara la unidad gracias a negociaciones, a movidas políticas, pero no por la fuerza del amor y de la verdad que convence por sí misma).

De lo anterior resulta una situación paradojal. La Iglesia salva a las comunidades cristianas de su sectarismo y de su indiferentismo, en la medida que ella se dedica a una auténtica misión al mundo, arriesgando su propia identidad cultural para recuperarla de las otras culturas en la que la fe en Cristo ha podido o podría arraigar. Las comunidades cristianas, por su parte, cumpliendo su misión de anunciar al mundo el Evangelio, le recuerdan a la Iglesia que esta es su misión y la evangelizan por dentro.

No hay salvación fuera del mundo del que la Iglesia es parte. Solo en virtud de la fraternidad interna, la Iglesia es sacramento de la fraternidad humana. El seguimiento comunitario y eclesial del Señor tiene sentido cuando procura la comunidad humana pero, por otra parte, es imposible si no cuenta con esta.


* Este artículo fue publicado con el título “Jesús, el Señor, motivo de nuestro seguimiento comunitario”, Testimonio, nº 217 (Septiembre-Octubre 2006), 25-33. En esta oportunidad se edita con pocas modificaciones y algunas notas más.
[1] La conferencia de Aparecida ha subrayado la importancia de la experiencia espiritual individual sin la cual no hay discipulado ni misión. No ha olvidado, sin embargo, que esta ha de consistir en un “encuentro personal y comunitario con Jesucristo” (DA, 11).
[2] PNUD, “Los cambios de las identidades y pertenencias religiosas”, Santiago de Chile (2002) 234-241.
[3] Esta identificación del Señor con el siervo cobra máxima relevancia cuando se considera que la denominación de “Señor” corresponde a la divinidad. En la Escritura el título de “Señor” se aplica a Jesús en cuanto Dios, distinto de los que son tenidos por dioses sin serlo (cf., Martin Karrer, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 2002, 504).
[4] Cf., Raymond Brown Introducción a la cristología del Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 1994, 104.
[5] Cf., Adolphe Gesché Jesucristo, Sígueme, Salamanca 2002, 215.
[6] La Conferencia de Aparecida ha puesto énfasis en que no se puede ser discípulo sin ser misionero ni viceversa (DA, 14). El auténtico discípulo necesariamente comunica a otros su experiencia de encuentro con el Señor.
[7] Cf., Samuel Yáñez “Las metamorfosis de la religiosidad”, en Samuel Yáñez y Diego García (eds.) El porvenir de los católicos latinoamericanos. Hacia la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Aparecida 2007), Santiago 2006, 39.
[8] Miguel de Certeau, S.J., « El desierto del apóstol », en Miguel de Certeau S.J. et al, La soledad. Una verdad olvidada de la comunicación con los demás, Desclée de Brouwer, Bilbao 1969, 53-78.