lunes, abril 03, 2006

La humanidad de Jesús

Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano.

Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como sólo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad y a otros, que un hombre como él pueda ser divino.

Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no menoscaba la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.

La psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su psicología divina, pero Jesús sólo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo.

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible e ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.

Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, aquello que en virtud de su personalidad divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad última era divina y no meramente humana. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata”, para decir que Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su unidad sustancial con Dios). De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente; el niño en la cuna aún no tiene cómo decir lo que le pasa pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.

Además del anterior, los teólogos admiten en Cristo un "conocimiento infuso", parecido al de los profetas y los grandes visionarios. Este ha permitido a Jesús comprender las Escrituras, el plan divino de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión redentora y reveladora.

Por último, como es de suponer, ha de reconocerse en Cristo un "conocimiento adquirido". Por éste cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que "Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres" (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer" (Lc 5, 8).

Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice: “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. En el año 600 el papa Gregorio Magno, sin embargo, prohibió afirmar una ignorancia privativa en Cristo, es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y su designio de salvación.

A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Constantinopla III (años 680/681) definió que su naturaleza humana es íntegra, y que se adecua armónicamente a las exigencias de la divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.

El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).

El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación. Aunque la tentación de Jesús no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia, la Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas como aquella con que Pedro invita a Jesús al triunfo sin la cruz (Mc 8,31-33; cf. Mt 4, 1-11), ya la de Getsemaní (Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del bien. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de todas aquellas cosas que nos esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión; de aquí que haya sido tentado. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa. Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.

La misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón no sólo de la divinidad del hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es muy “humano” por su cercanía a las personas, su trato cordial, su capacidad de comprender y perdonar. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa “ser humano”.

Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este reino fueron los pobres y los pecadores.

Jesús predicó el reino a los pobres (Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Mt 5, 43-48).

Jesús también ofreció el reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (Jn 8, 1-11) o ¡la cambia!, si se ha vuelto inhumana (Mt 19, 1-9).

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres.

Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella y disipar su dolor sin compartir su dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un pobre, inaugura el reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último llamado al arrepentimiento.

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte "era necesaria" (Lc 24, 26), es decir, inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho contingente. Esta muerte era necesaria porque Dios Padre quiso amar a la humanidad con un amor tan grande como el amor por su propio Hijo; necesaria, porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la orfandad atroz del infierno, con la sola esperanza en que el Dios de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la perfección humana auténtica se expresa en la cruz y en la cruz germina como resurrección.

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros; no sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad, ahora liberada de la inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte, y con nuestra lucha.

Conclusión

No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, ha entrado Dios en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe herética.

Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana ni tampoco que Dios es inocente del sufrimiento de la humanidad. Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente, quién es el hombre y cuál es su destino. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de los que la oprimen.

Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Sólo discerniendo el camino de Jesús en el Espíritu será posible reconocer en el hombre de Nazaret al Señor resucitado y al Hijo de Dios.

Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá en este mundo deshumanizado para creer que Dios es bueno, sólo bueno, y que nos ama.


Anexo: Jesús hombre divino y Dios humano

Desde antiguo en la historia de la teología la llamada tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre divino, destaca el aspecto meritorio que tiene la adhesión humana libre de Jesús al plan redentor de su Padre, descartando en él la omniciencia (saberlo todo), así como el recurso a facultades fabulosas “extra-humanas” u omnipotencia (poderlo todo). Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en algún aspecto de humanidad (instinto, razón, libertad, historicidad) ese aspecto quedará sin redención. Su divinidad no puede anular o eximir el ejercicio de esta humanidad.

La tradición antioquena se desvía de la fe, sin embargo, cuando postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre Jesús, sin ser Él propiamente Dios, se une a Dios por una pura decisión libre. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a Jesucristo, como sucede con algunas versiones cinematográficas contemporáneas, se le adjudican pecados o concupiscencia para hacerlo más semejante a nosotros.

La tradición alejandrina, por el contrario, destaca el otro gran criterio teológico, el carácter divino de Jesús: Jesús es un Dios humano. Si Jesús no fuera Dios, de nada serviría que asumiera la humanidad, ya que sólo Dios puede con la salvación del hombre. En consecuencia, esta escuela teológica no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su divinidad, un Cristo ignorante de su identidad y misión trascendentes o un Cristo pecador.

La desviación de la tradición alejandrina consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que compiten entre sí. El “monofisismo”, herejía contraria al "nestorianismo", tiende a negar en Jesús una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente, cualquier indicio de ignorancia y a veces incluso de sufrimiento. En este caso el hombre Jesús es una especie de "superhombre" o una pura marioneta en las manos de Dios.

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.

3 Comments:

Anonymous Anónimo said...

porque siempre la misma alegoria que no podemos entender 1era timo 3.16 por eso no puede explicar pero elena g. white dice el espiritu santo os enseñara toda verdad y las profesias dicen la revelacion quiere desir que ya esta revelado o es que nuestro corazon se a egrosado en los favores del mundo es por eso que no pueden entender....

5:36 p. m.  
Blogger arquitecto raul vela said...

A ver que te parece; me gusta mucho tu enfoque.

Me gusta resumir el discurso con esta frase: Jesucristo es la respuesta a la doble pregunta ¿QUIEN es Dios, y QUE es el hombre?
Es decir, en cuanto a su identidad, era Dios, en cuanto a su materialidad, vivencia, etc... era hombre¡¡¡¡ simplemente.

4:09 p. m.  
Blogger Profesor Alvaro Brantes Hidalgo said...

Luego de leer lo de las Universidades Católicas, no me cabe duda que ud. sabe mucho de antropología y de sociología, pero de teología (nada). La verdad es que su escrito es tan multidimensionalmente erróneo, que tendría que usar muchas paginas para refutarlo ( soy un creyente cualquiera). Sin embargo lo mas grave ud a escuchado aquello que "en misa el sacerdote es sacrificio y victima" y que ademas, "la ordenación es un sacramente que al sacerdote le da otra investidura que la que tiene el laico? Ud sabe que la ordenación actúa en el religioso, "ex-opere / Operato"? En fin es tan largo que no veo solución. Solo me queda rezar por su alma....desde ahora. AH y deje de lado la Lucha de clases mire, que es impresentable en un hombre de FE.

2:54 p. m.  

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