Originalidad del cristianismo
Es curioso. El cristianismo parece tan obvio. No lo es. Lo más raro es que solemos entender por cristianismo precisamente todo lo contrario: decimos que “amar” cuenta más que “ser amados”. La inversión de su sentido obliga una y otra vez a explicar su originalidad. Explicarla, en la medida que el amor inmenso de Dios por la humanidad se deja comprender.
La deformación moralista
Si simplificamos las cosas a dos, a “dar” y a “recibir”, descubrimos que frecuentemente se identifica al cristianismo con dar, no con recibir. Dar amor, compartir los bienes, fregarse por los demás, cargar con los sufrimientos ajenos, etc., parece ser lo más alto y hermoso. Por esta senda los cristianos de izquierda exaltan la solidaridad y los de derecha la beneficencia. Inútilmente se recriminarán unos a otros por su manera de concebir la caridad: ambas versiones del cristianismo consisten en lo mismo cuando privilegian el dar sobre el recibir. Por más que se afinen diferencias, comparten una tara fatal.
Todo falla cuando ilusoriamente se cree que Dios nos ama si “damos”. Imaginamos que ante Dios vivimos bajo “libertad condicional”: si nos portamos bien, Dios nos mantendrá su confianza; si le desobedecemos, volverá a castigarnos. Creernos dignos del favor de Dios, ganarnos su premio, desarrollar toda la vida ética buscando su aplauso, constituye la aberración más grande de la fe cristiana y, sin embargo, para el común de los mortales esta idea y esta práctica son tenidas por la fe más auténtica. A Dios no “se lo gana” nadie. Es El que “nos gana” con su amor magnánimo. Pero los “moralizantes” quieren que creamos que Dios es comerciante y nos echan a competir contra El y entre nosotros.
En cuanto “moralizantes” nos vanagloriamos de nosotros mismos, de la pureza de nuestras almas o actividades, en la misma medida que criticamos y despreciamos a los demás. Al no haber experimentado el amor gratuito de Dios, no conocemos la verdadera libertad y reciclamos el miedo en que vivimos. Porque no tenemos noción de un perdón radical, desconfiamos de Dios y del hombre. Y esto es lo más grave: para protegernos de Uno y de otro pretendemos asegurarnos la existencia imponiendo al resto nuestra interpretación rígida de la fe, la moral y la liturgia. Los “moralizantes” de todos los tiempos, de izquierda o de derecha, juzgamos duramente al prójimo porque queremos su salvación, pero no lo queremos a él ni a ningún ser humano en particular: ¡queremos manipularlos! Por esto, la conversión auténtica no consiste en pasar del catolicismo tradicionalista al cristianismo liberal, ni viceversa. Cualquier conversión verdadera se asemeja a la de San Pablo que desechó la justificación por las buenas obras para obtenerla de la pura fe en la bondad misericordiosa de Dios. Para San Pablo las obras buenas son prueba de la autenticidad de esta fe, pero nunca un “derecho” a la benevolencia de Dios.
Dios no da para que le demos, ni porque le demos nos da. La lógica del mercado, válida en sus límites, no debiera aplicarse a Dios, pero tampoco a las relaciones humanas en su nivel más profundo. En estos terrenos la competencia no perfecciona, arruina. ¿Puede haber algo más nocivo que “comprarse” los padres el cariño de los hijos?, ¿que validarse como padre con la promesa de una moto? Dios que nos ama sin condición y desinteresadamente, nos mueve a amar gratuitamente. La prueba de que Dios ama así es que Jesús no murió por los “buenos”, sino por los “malos”. No existe caso mayor ni más nítido de amor desinteresado. ¿Qué ganó Dios con la muerte de su Hijo? Ganó a los “malos” que en vez de dar a Dios algo a cambio (dinero, buenas obras o rezos), reciben de Él todo.
El ser humano sólo merece algo de Dios en Cristo. Jesús por su obediencia radical y por su inocencia, mereció de su Padre la vida nueva para sí y para la humanidad, pero no de un modo mecánico. Libremente, porque Dios desea la salvación y jamás la perdición de la humanidad, el Padre resucitó a Jesús de la muerte y convalidó su sacrificio a favor de todos nosotros. En Cristo, también nuestros sufrimientos voluntarios y buenas obras son recompensados, pero no porque fuercen a Dios a premiarnos, sino porque en Dios todo lo que hay es amor. Cuando la gracia de Cristo predomina en nosotros, no recibimos más que dando porque no hay otra manera de dar que recibiendo. Así funciona la verdadera libertad, tan distinta de la libertad que es concesión de la ley o de los poderosos que no impera desde dentro y por amor, sino desde fuera y por miedo.
Pero recibir es difícil. Recibir es tan difícil como admitir ser perdonado. Si para recibir hay que agradecer, la forma sublime del agradecimiento es reconocer la propia miseria y aceptar humildemente el perdón. Más fácil es no reconocer deuda alguna y esforzarse en hacer que los deudores sean los demás, Dios incluido.
Recibir para dar
A decir verdad, no es que ser amados cuente más que amar. Ambos aspectos del amor son importantes, pero si se trata de poner las cosas en orden, no se puede amar bien sin haber sido amado primero. Lo que el hombre puede ofrecer a Dios no es nada que Dios no le haya ofrecido desde siempre. Ama y sigue a Jesús el que ha sido querido y llamado por Jesús. Cree en Dios ése a quien Dios ha dado motivos para creer en El. La ética cristiana extrae su verdad y su fuerza de la experiencia del amor de Dios en Jesús, en quien la bondad se ha personificado hasta las últimas consecuencias. La responsabilidad del cristiano se nutre de la “irresponsabilidad” de un Dios que ama a los pecadores. El cristianismo es una religión eucarística: el cristianismo es pura acción de gracias a Dios por tanto amor inmerecido que se traduce en amar alegre y gratuitamente.
La preeminencia del amor pasivo es un dato psicológico corriente. Si faltan los progenitores, otros con amor podrán suplir en el huérfano lo fundamental. Pero, quien en vez de amor sólo ha conocido el desprecio y el abandono, aunque tenga padre y madre, se le verá languidecer y pasmarse o creerá que tiene buenas razones para desquitarse de la sociedad. El amor gustado, amor auspiciador o reparador, crea personalidades seguras, fantasiosas, arriesgadas, flexibles, tolerantes y afectuosas.
En cuestiones de religión, no se trata de pasar en las iglesias de la guitarra al órgano ni viceversa; de la comunión en la boca a la comunión en la mano ni viceversa. No hay que confundir lo principal con lo secundario. Todo se juega en experimentar la Bondad Inconmensurable, y en creer en ella más que en esa “idea” de Dios que hemos forjado de El para defendernos de sus ganas de hacernos cariño. Sólo así podrá pasarse de una religiosidad “amarga” a una religiosidad “contenta”.
La religiosidad “amarga” es patológica. ¡Cómo puede ser sano que nos persigan para embutirnos la opción por los pobres del mismo modo como se rellena un pavo! Parecida molestia nos causan esos fieles a los que el temor al pecado y al infierno les ha chupado toda simpatía, y procuran las salvación de los infieles acosándolos e inhibiéndolos. Las sectas trafican con el miedo. Convierten el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio en un manual de adoctrinamiento. La verdad estará siempre y toda de su parte; el error, siempre de la parte contraria.
La religiosidad “contenta”, en cambio, no violenta al prójimo. A nadie fuerza a la fe porque la fe es una gracia antes que una obligación. Tan hermoso es tomar la comunión en la mano o en la boca, si se hace con devoción. La religiosidad “contenta” no se juega en pequeñeces, va a lo fundamental. En vez de criticar a los demás y condenarlos, se contamina con ellos y carga con sus miserias. Esto hizo Jesús. De Belén a nuestro tiempo, Jesús ha compartido nuestra miseria para que podamos compartir la bondad de su Padre y agradecerla. El Hijo de Dios desde toda la eternidad es un Pobre que nada más devuelve a su Padre lo que desde siempre ha recibido libremente de El. La religiosidad “contenta” es agradecimiento puro. Mientras el cristianismo sea la religión de los débiles y los pecadores arrepentidos, mientras éstos amen a su vez desinteresadamente a los inútiles y a los “malos”, el mundo sabrá que hay un dar tan gratuito como el recibir que lo origina.
Publicado en Cristo para el cuarto milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2002.
La deformación moralista
Si simplificamos las cosas a dos, a “dar” y a “recibir”, descubrimos que frecuentemente se identifica al cristianismo con dar, no con recibir. Dar amor, compartir los bienes, fregarse por los demás, cargar con los sufrimientos ajenos, etc., parece ser lo más alto y hermoso. Por esta senda los cristianos de izquierda exaltan la solidaridad y los de derecha la beneficencia. Inútilmente se recriminarán unos a otros por su manera de concebir la caridad: ambas versiones del cristianismo consisten en lo mismo cuando privilegian el dar sobre el recibir. Por más que se afinen diferencias, comparten una tara fatal.
Todo falla cuando ilusoriamente se cree que Dios nos ama si “damos”. Imaginamos que ante Dios vivimos bajo “libertad condicional”: si nos portamos bien, Dios nos mantendrá su confianza; si le desobedecemos, volverá a castigarnos. Creernos dignos del favor de Dios, ganarnos su premio, desarrollar toda la vida ética buscando su aplauso, constituye la aberración más grande de la fe cristiana y, sin embargo, para el común de los mortales esta idea y esta práctica son tenidas por la fe más auténtica. A Dios no “se lo gana” nadie. Es El que “nos gana” con su amor magnánimo. Pero los “moralizantes” quieren que creamos que Dios es comerciante y nos echan a competir contra El y entre nosotros.
En cuanto “moralizantes” nos vanagloriamos de nosotros mismos, de la pureza de nuestras almas o actividades, en la misma medida que criticamos y despreciamos a los demás. Al no haber experimentado el amor gratuito de Dios, no conocemos la verdadera libertad y reciclamos el miedo en que vivimos. Porque no tenemos noción de un perdón radical, desconfiamos de Dios y del hombre. Y esto es lo más grave: para protegernos de Uno y de otro pretendemos asegurarnos la existencia imponiendo al resto nuestra interpretación rígida de la fe, la moral y la liturgia. Los “moralizantes” de todos los tiempos, de izquierda o de derecha, juzgamos duramente al prójimo porque queremos su salvación, pero no lo queremos a él ni a ningún ser humano en particular: ¡queremos manipularlos! Por esto, la conversión auténtica no consiste en pasar del catolicismo tradicionalista al cristianismo liberal, ni viceversa. Cualquier conversión verdadera se asemeja a la de San Pablo que desechó la justificación por las buenas obras para obtenerla de la pura fe en la bondad misericordiosa de Dios. Para San Pablo las obras buenas son prueba de la autenticidad de esta fe, pero nunca un “derecho” a la benevolencia de Dios.
Dios no da para que le demos, ni porque le demos nos da. La lógica del mercado, válida en sus límites, no debiera aplicarse a Dios, pero tampoco a las relaciones humanas en su nivel más profundo. En estos terrenos la competencia no perfecciona, arruina. ¿Puede haber algo más nocivo que “comprarse” los padres el cariño de los hijos?, ¿que validarse como padre con la promesa de una moto? Dios que nos ama sin condición y desinteresadamente, nos mueve a amar gratuitamente. La prueba de que Dios ama así es que Jesús no murió por los “buenos”, sino por los “malos”. No existe caso mayor ni más nítido de amor desinteresado. ¿Qué ganó Dios con la muerte de su Hijo? Ganó a los “malos” que en vez de dar a Dios algo a cambio (dinero, buenas obras o rezos), reciben de Él todo.
El ser humano sólo merece algo de Dios en Cristo. Jesús por su obediencia radical y por su inocencia, mereció de su Padre la vida nueva para sí y para la humanidad, pero no de un modo mecánico. Libremente, porque Dios desea la salvación y jamás la perdición de la humanidad, el Padre resucitó a Jesús de la muerte y convalidó su sacrificio a favor de todos nosotros. En Cristo, también nuestros sufrimientos voluntarios y buenas obras son recompensados, pero no porque fuercen a Dios a premiarnos, sino porque en Dios todo lo que hay es amor. Cuando la gracia de Cristo predomina en nosotros, no recibimos más que dando porque no hay otra manera de dar que recibiendo. Así funciona la verdadera libertad, tan distinta de la libertad que es concesión de la ley o de los poderosos que no impera desde dentro y por amor, sino desde fuera y por miedo.
Pero recibir es difícil. Recibir es tan difícil como admitir ser perdonado. Si para recibir hay que agradecer, la forma sublime del agradecimiento es reconocer la propia miseria y aceptar humildemente el perdón. Más fácil es no reconocer deuda alguna y esforzarse en hacer que los deudores sean los demás, Dios incluido.
Recibir para dar
A decir verdad, no es que ser amados cuente más que amar. Ambos aspectos del amor son importantes, pero si se trata de poner las cosas en orden, no se puede amar bien sin haber sido amado primero. Lo que el hombre puede ofrecer a Dios no es nada que Dios no le haya ofrecido desde siempre. Ama y sigue a Jesús el que ha sido querido y llamado por Jesús. Cree en Dios ése a quien Dios ha dado motivos para creer en El. La ética cristiana extrae su verdad y su fuerza de la experiencia del amor de Dios en Jesús, en quien la bondad se ha personificado hasta las últimas consecuencias. La responsabilidad del cristiano se nutre de la “irresponsabilidad” de un Dios que ama a los pecadores. El cristianismo es una religión eucarística: el cristianismo es pura acción de gracias a Dios por tanto amor inmerecido que se traduce en amar alegre y gratuitamente.
La preeminencia del amor pasivo es un dato psicológico corriente. Si faltan los progenitores, otros con amor podrán suplir en el huérfano lo fundamental. Pero, quien en vez de amor sólo ha conocido el desprecio y el abandono, aunque tenga padre y madre, se le verá languidecer y pasmarse o creerá que tiene buenas razones para desquitarse de la sociedad. El amor gustado, amor auspiciador o reparador, crea personalidades seguras, fantasiosas, arriesgadas, flexibles, tolerantes y afectuosas.
En cuestiones de religión, no se trata de pasar en las iglesias de la guitarra al órgano ni viceversa; de la comunión en la boca a la comunión en la mano ni viceversa. No hay que confundir lo principal con lo secundario. Todo se juega en experimentar la Bondad Inconmensurable, y en creer en ella más que en esa “idea” de Dios que hemos forjado de El para defendernos de sus ganas de hacernos cariño. Sólo así podrá pasarse de una religiosidad “amarga” a una religiosidad “contenta”.
La religiosidad “amarga” es patológica. ¡Cómo puede ser sano que nos persigan para embutirnos la opción por los pobres del mismo modo como se rellena un pavo! Parecida molestia nos causan esos fieles a los que el temor al pecado y al infierno les ha chupado toda simpatía, y procuran las salvación de los infieles acosándolos e inhibiéndolos. Las sectas trafican con el miedo. Convierten el anuncio de la Buena Noticia del Evangelio en un manual de adoctrinamiento. La verdad estará siempre y toda de su parte; el error, siempre de la parte contraria.
La religiosidad “contenta”, en cambio, no violenta al prójimo. A nadie fuerza a la fe porque la fe es una gracia antes que una obligación. Tan hermoso es tomar la comunión en la mano o en la boca, si se hace con devoción. La religiosidad “contenta” no se juega en pequeñeces, va a lo fundamental. En vez de criticar a los demás y condenarlos, se contamina con ellos y carga con sus miserias. Esto hizo Jesús. De Belén a nuestro tiempo, Jesús ha compartido nuestra miseria para que podamos compartir la bondad de su Padre y agradecerla. El Hijo de Dios desde toda la eternidad es un Pobre que nada más devuelve a su Padre lo que desde siempre ha recibido libremente de El. La religiosidad “contenta” es agradecimiento puro. Mientras el cristianismo sea la religión de los débiles y los pecadores arrepentidos, mientras éstos amen a su vez desinteresadamente a los inútiles y a los “malos”, el mundo sabrá que hay un dar tan gratuito como el recibir que lo origina.
Publicado en Cristo para el cuarto milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2002.
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