Viernes santo: meditación sobre el fracaso
¿Sirve de algo el fracaso de Jesús? Y nuestro fracaso ¿de qué sirve?
El fracaso es una realidad histórica omnipresente, que acompaña como su sombra a toda empresa y vida humana, sea como acción que no alcanza su objetivo sea como pasión impuesta e inmerecida. Aún las mejores realizaciones adolecen de alguna tara. Sería una ingratitud no reconocer los logros económicos del Chile de 1995 y, sin embargo, aunque parezca una falta de cortesía mencionarlo, fracasamos en al menos un aspecto importante: el ingreso nacional aumentó, mientras la distribución empeoró. Conclusión: la desigualdad crece. Pero al chileno militante no le gustan las críticas. ¿Adónde vamos, qué estamos sacrificando, a quiénes estamos sacrificando? Estas preguntas no se pueden honestamente eludir. El triunfalismo inmediatista yerra cuando pretende solucionar los problemas ignorándolos.
Estas líneas no pretenden desalentar a nadie. Tampoco se refieren directamente a la realidad chilena. Su intención, más bien, es meditar la posibilidad de una esperanza adulta, fundada en el misterio del fracaso de Jesucristo. Que el fracaso sea una realidad inútil, que el dolor parezca irracional, son verdades que no necesitan demostración. El desafío es sacar un bien del mal, sin justificar el mal.
Nuestro fracaso
No es necesario tener fe para darse cuenta que las caídas, a veces, enseñan. La pura sabiduría humana indica que, para que el fracaso sea útil, hay que dejar que nos duela y llamarlo por su nombre. Sin reconocerlo, si no le dejamos cuestionar nuestro logrado orden de vida, no vamos a parte alguna.
Admitir que no somos tan buenos, que inspiramos temor a los zorzales, que necesariamente alguien soporta nuestros planes, nuestra caridad, es sano y hace bien. Ojalá algunos maridos reconocieran que, en realidad, sus señoras no están tan contentas como ellos avisan. ¿No convendría que la mujer de fin de siglo dejara de ostentar energía y organización, y confesara que entre el trabajo, el esposo, los niños y el tráfico, su casa es un cochambre? ¿No damos pena los clérigos que siempre tenemos la razón? Los jóvenes saben estas cosas y no atinan a quién creer.
Además de aceptar la propia derrota, es imperativo advertir la desgracia en el prójimo. ¡Qué lamentable es no reparar en las penas de los demás! Causarlas y no verlas, puede ser riesgoso, explosivo. Es un error que el barrio alto de Santiago impermeabilice sus contactos con el resto de la población, marcando odiosas diferencias sociales. ¿Cómo pueden las limosnas al Hogar de Cristo integrar a la sociedad a los mismos pobres que se marginan con el desprecio? ¡Qué bien hizo a Chile caer en la cuenta que la transición a la democracia no había concluido! Quizás ahora podrá terminar: sin tapar los problemas, con la razón, pero no a la fuerza.
En cualquiera de los casos, nada puede haber más saludable que amarse a sí mismo, a pesar de sí mismo. No se trata de claudicar ante los defectos. Mientras el falso idealismo urge la supresión de los errores de raíz y antes de tiempo, el idealismo auténtico es paciente: espera el triunfo del amor, avanza con las imperfecciones pero sin cambiarles el nombre. Jesús abrió este camino. A lo largo de su historia entre nosotros el Hijo de Dios se expuso a nuestro fracaso, lo apropió para sí y lo padeció hasta el fondo, con el fin de librarnos del temor a equivocarnos y animarnos a devolver bien por mal.
El fracaso de Jesús
El fracaso de Jesús no fue inútil, pero no es fácil ni creerlo ni explicarlo. Aun así, no faltan las explicaciones fáciles que disuelven su dolor en su resurrección, minimizando sus padecimientos, trivializando su atroz sensación de haber sido abandonado por su Padre. El Jesús de la gloria, por cierto, lleva para siempre las marcas de los clavos.
¿Cómo fue ese fracaso? Su proyecto, el gobierno de la bondad de Dios anunciado a los pobres y a los marginados como pecadores, exasperó el sistema religioso y político de su época. A Jesús lo asesinaron los que, en ese y todo tiempo, mistifican y administran los sacrificios humanos en nombre de Dios, de la defensa o del desarrollo de la patria. “Es preferible que muera uno solo, dijo Caifás, a que perezca toda la nación”. Pero a Jesús no le quitaron la vida simplemente, él la dio, él hizo suya la suerte de todos los hombres y mujeres obligados a padecer los proyectos ajenos, pues así, sin imponer su propio proyecto, sacrificando su vida a la llegada del Reino de Dios en vez de sacrificar a otros para su consecución, lo haría prevalecer. Hay que deslindar tres responsabilidades que concurren como causas de la cruz, porque no son causas en el mismo sentido: la entrega de Jesús por los hombres representa la crueldad del pecado; la entrega voluntaria de Jesús representa todo lo contrario, el ánimo de perdón de amigos y enemigos; la entrega que el Padre hace de su Hijo representa el amor de Dios más allá de toda representación racional. Resucitando de la muerte a Jesús, el Dios de las víctimas, de los pobres y de los pecadores ejerció una vez más su conocida clemencia y pudo probar que, en su caso, la entrega de Jesús no fue indolencia ni traición. Fue donación de lo que más quería, su Hijo, y su dolor más grande.
La mirada de la fe profundiza la intuición del sentido común y de la sabiduría popular. Si la sabiduría popular da recetas razonables contra el sufrimiento, como por ejemplo: "quien canta su mal espanta, quien llora su mal empeora", la fe apuesta a lo imposible, no promete conformidades. La fe se atreve a mirar cara a cara al mal, para desafiar abiertamente su actividad aniquiladora. La esperanza cristiana consiste en creer que el amor triunfará sobre todos los fracasos y desgracias. Si el decir popular reza "el dolor es pa' que duela", la fe jamás justifica el sufrimiento, sino que da fuerzas para luchar contra él, venciendo la comprensible tentación de maldecir.
La fe cristiana invita a ver en el hombre del Gólgota a Dios quebrantado y a compadecerse de Él. No de modo masoquista. Sin mistificar su sufrimiento ni tampoco el propio o el ajeno, pues así le reconoceríamos una eternidad y un señorío que no merece, para colmo e incremento del mal común. La participación en el dolor de Dios es la condición ineludible para gozar de su consuelo y exaltación. ¿Por qué? Algún día lo comprenderemos bien. Dios es así. Sólo participando del amor extremo de Jesús que apropió la crueldad al límite de sus fuerzas, nuestra vida vencerá la superficialidad inveterada que la acecha. No sabemos por qué son así las cosas, pero si no entendemos que a la hora del fracaso Dios está de nuestra parte, y ¡nunca en contra nuestra!, ese otro "dios" pueril, como un tío rico, continuará pervirtiéndonos con favores y gauchadas. En este "dios", temperamental e indolente o del “dios” de los premios y castigos, más vale no creer.
En otras palabras, si para el fracaso y su dolor no hay justificación que valga, por la fe podemos empero invertir su negatividad en bien y alabanza. La contemplación del crucificado debiera activar en nosotros el deseo de su Padre de liberarlo de la cruz, a Él y a todos los crucificados de la historia. Dejar en la cruz a los millones de seres humanos que en nuestro mundo languidecen y expiran, sin embargo, horrorizarse del Jesús ajusticiado y no de los “detenidos-desaparecidos”, constituye una incoherencia muy profunda. Al contrario, el amor a la justicia, la justicia lograda e incluso sus meros esfuerzos por alcanzarla, son siempre un motivo de celebración.
Pero esto es poco y de nada sirve si, en definitiva, no reconocemos que toda acción solidaria que inscribamos en este pobre mundo, extrae su virtud de la pasión del Salvador. Y el Salvador es Jesús, no nosotros. Si Jesús fuera menos hombre por ser tan divino, si Él no fuera codo a codo uno con nosotros, su salvación sería como esas limosnas que hunden al pobre en su marginación, en vez de acompañar su esfuerzo por levantarse. Pero sólo porque Jesús es uno con Dios, toda su pasión para que alcancemos la felicidad y, gracias a ella nuestro propio padecer, no es un dolor inútil, sino la condición para combatir con esperanza la tentación de institucionalizar el fracaso y la muerte.
Publicado en Mensaje (1996) nº 447.
Estas líneas no pretenden desalentar a nadie. Tampoco se refieren directamente a la realidad chilena. Su intención, más bien, es meditar la posibilidad de una esperanza adulta, fundada en el misterio del fracaso de Jesucristo. Que el fracaso sea una realidad inútil, que el dolor parezca irracional, son verdades que no necesitan demostración. El desafío es sacar un bien del mal, sin justificar el mal.
Nuestro fracaso
No es necesario tener fe para darse cuenta que las caídas, a veces, enseñan. La pura sabiduría humana indica que, para que el fracaso sea útil, hay que dejar que nos duela y llamarlo por su nombre. Sin reconocerlo, si no le dejamos cuestionar nuestro logrado orden de vida, no vamos a parte alguna.
Admitir que no somos tan buenos, que inspiramos temor a los zorzales, que necesariamente alguien soporta nuestros planes, nuestra caridad, es sano y hace bien. Ojalá algunos maridos reconocieran que, en realidad, sus señoras no están tan contentas como ellos avisan. ¿No convendría que la mujer de fin de siglo dejara de ostentar energía y organización, y confesara que entre el trabajo, el esposo, los niños y el tráfico, su casa es un cochambre? ¿No damos pena los clérigos que siempre tenemos la razón? Los jóvenes saben estas cosas y no atinan a quién creer.
Además de aceptar la propia derrota, es imperativo advertir la desgracia en el prójimo. ¡Qué lamentable es no reparar en las penas de los demás! Causarlas y no verlas, puede ser riesgoso, explosivo. Es un error que el barrio alto de Santiago impermeabilice sus contactos con el resto de la población, marcando odiosas diferencias sociales. ¿Cómo pueden las limosnas al Hogar de Cristo integrar a la sociedad a los mismos pobres que se marginan con el desprecio? ¡Qué bien hizo a Chile caer en la cuenta que la transición a la democracia no había concluido! Quizás ahora podrá terminar: sin tapar los problemas, con la razón, pero no a la fuerza.
En cualquiera de los casos, nada puede haber más saludable que amarse a sí mismo, a pesar de sí mismo. No se trata de claudicar ante los defectos. Mientras el falso idealismo urge la supresión de los errores de raíz y antes de tiempo, el idealismo auténtico es paciente: espera el triunfo del amor, avanza con las imperfecciones pero sin cambiarles el nombre. Jesús abrió este camino. A lo largo de su historia entre nosotros el Hijo de Dios se expuso a nuestro fracaso, lo apropió para sí y lo padeció hasta el fondo, con el fin de librarnos del temor a equivocarnos y animarnos a devolver bien por mal.
El fracaso de Jesús
El fracaso de Jesús no fue inútil, pero no es fácil ni creerlo ni explicarlo. Aun así, no faltan las explicaciones fáciles que disuelven su dolor en su resurrección, minimizando sus padecimientos, trivializando su atroz sensación de haber sido abandonado por su Padre. El Jesús de la gloria, por cierto, lleva para siempre las marcas de los clavos.
¿Cómo fue ese fracaso? Su proyecto, el gobierno de la bondad de Dios anunciado a los pobres y a los marginados como pecadores, exasperó el sistema religioso y político de su época. A Jesús lo asesinaron los que, en ese y todo tiempo, mistifican y administran los sacrificios humanos en nombre de Dios, de la defensa o del desarrollo de la patria. “Es preferible que muera uno solo, dijo Caifás, a que perezca toda la nación”. Pero a Jesús no le quitaron la vida simplemente, él la dio, él hizo suya la suerte de todos los hombres y mujeres obligados a padecer los proyectos ajenos, pues así, sin imponer su propio proyecto, sacrificando su vida a la llegada del Reino de Dios en vez de sacrificar a otros para su consecución, lo haría prevalecer. Hay que deslindar tres responsabilidades que concurren como causas de la cruz, porque no son causas en el mismo sentido: la entrega de Jesús por los hombres representa la crueldad del pecado; la entrega voluntaria de Jesús representa todo lo contrario, el ánimo de perdón de amigos y enemigos; la entrega que el Padre hace de su Hijo representa el amor de Dios más allá de toda representación racional. Resucitando de la muerte a Jesús, el Dios de las víctimas, de los pobres y de los pecadores ejerció una vez más su conocida clemencia y pudo probar que, en su caso, la entrega de Jesús no fue indolencia ni traición. Fue donación de lo que más quería, su Hijo, y su dolor más grande.
La mirada de la fe profundiza la intuición del sentido común y de la sabiduría popular. Si la sabiduría popular da recetas razonables contra el sufrimiento, como por ejemplo: "quien canta su mal espanta, quien llora su mal empeora", la fe apuesta a lo imposible, no promete conformidades. La fe se atreve a mirar cara a cara al mal, para desafiar abiertamente su actividad aniquiladora. La esperanza cristiana consiste en creer que el amor triunfará sobre todos los fracasos y desgracias. Si el decir popular reza "el dolor es pa' que duela", la fe jamás justifica el sufrimiento, sino que da fuerzas para luchar contra él, venciendo la comprensible tentación de maldecir.
La fe cristiana invita a ver en el hombre del Gólgota a Dios quebrantado y a compadecerse de Él. No de modo masoquista. Sin mistificar su sufrimiento ni tampoco el propio o el ajeno, pues así le reconoceríamos una eternidad y un señorío que no merece, para colmo e incremento del mal común. La participación en el dolor de Dios es la condición ineludible para gozar de su consuelo y exaltación. ¿Por qué? Algún día lo comprenderemos bien. Dios es así. Sólo participando del amor extremo de Jesús que apropió la crueldad al límite de sus fuerzas, nuestra vida vencerá la superficialidad inveterada que la acecha. No sabemos por qué son así las cosas, pero si no entendemos que a la hora del fracaso Dios está de nuestra parte, y ¡nunca en contra nuestra!, ese otro "dios" pueril, como un tío rico, continuará pervirtiéndonos con favores y gauchadas. En este "dios", temperamental e indolente o del “dios” de los premios y castigos, más vale no creer.
En otras palabras, si para el fracaso y su dolor no hay justificación que valga, por la fe podemos empero invertir su negatividad en bien y alabanza. La contemplación del crucificado debiera activar en nosotros el deseo de su Padre de liberarlo de la cruz, a Él y a todos los crucificados de la historia. Dejar en la cruz a los millones de seres humanos que en nuestro mundo languidecen y expiran, sin embargo, horrorizarse del Jesús ajusticiado y no de los “detenidos-desaparecidos”, constituye una incoherencia muy profunda. Al contrario, el amor a la justicia, la justicia lograda e incluso sus meros esfuerzos por alcanzarla, son siempre un motivo de celebración.
Pero esto es poco y de nada sirve si, en definitiva, no reconocemos que toda acción solidaria que inscribamos en este pobre mundo, extrae su virtud de la pasión del Salvador. Y el Salvador es Jesús, no nosotros. Si Jesús fuera menos hombre por ser tan divino, si Él no fuera codo a codo uno con nosotros, su salvación sería como esas limosnas que hunden al pobre en su marginación, en vez de acompañar su esfuerzo por levantarse. Pero sólo porque Jesús es uno con Dios, toda su pasión para que alcancemos la felicidad y, gracias a ella nuestro propio padecer, no es un dolor inútil, sino la condición para combatir con esperanza la tentación de institucionalizar el fracaso y la muerte.
Publicado en Mensaje (1996) nº 447.
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